No tengo ni puta idea de qué estoy haciendo aquí. O sí, para que engañarnos. Huir. Huir lejos. Huir, huir, huir. Mi piel brilla como si fuese metal recién pulido. Estoy empapada, todo mi cuerpo lo recubre esa película húmeda y salada que siempre, de forma inevitable, me recuerda el mar. Sudor. Lágrimas. Una mezcla de ambas. Mi respiración aún sigue entrecortada. No quiero abrir los ojos. Sólo quiero seguir deshaciéndome, hasta sentir que no soy nada, que estallo en millones de partículas que se entremezclan en el infinito. Otro orgasmo, camarero. Alguien pagará la cuenta. No me dejes respirar. No me dejes despertar. No me dejes volver a pensar. Siento su lengua antes incluso de que aterrice en mi vientre. Bien, sigue así. Haz tu trabajo, pequeño. Y juro que por un instante, mi pequeña muerte me hará olvidar que no es por ti por quien quiero morir.
Huele a café. Entreabro un ojo y recorro despacio la habitación desconocida. Sábanas nude y una cama japonesa. Elegante. Un rastro de ropa desperdigada sobre la alfombra que me recuerda que anoche no todo fueron confesiones. O sí, yo qué sé. Me levanto, sin preocuparme de buscar mis bragas, y me acerco al ventanal. Es impresionante la vista de la ciudad a mis pies. Un gorrión se posa en el alféizar y me mira descarado. Os juro que ha sonreído. Qué hijo de puta, por un instante me ha recordado su risa. Tiemblo. No tengo frío, pero tiemblo. Es algo tan absurdo que casi no puedo creer que mi cuerpo se mueva, sin querer hacer caso a mi cerebro que le grita que pare de una vez. El gorrión aletea, como despidiéndose, pero no alza el vuelo. Siento unos dedos que acarician muy lento mi espalda. Unos labios en mi cuello. Ya no tiemblo. El gorrión ladea la cabeza y se va. Me dejo llevar por el aliento que calienta mi nuca.
Me habría gustado decirle que le quiero tanto, incluso más, que la última vez que casi casi casi se me escapó aquel te amo. Menos mal que el semáforo se puso en verde y tuvimos que dejar el beso a medias y cruzar rápido. Y luego, bueno, luego, vino todo lo demás. La vida. Que no espera. Que no pregunta. Que no le importa que hayas pasado un montón de días trazando un plan y muchísimas más noches aún llevándolo a cabo en sueños. Sueños en los que yo no tenía miedo y le besaba como en las películas, pero con ganas de verdad, y él me agarraba del pelo, con esa necesidad enfermiza con que se agarran las cosas que no quieres que se vayan nunca. Pero al final los sueños no se cumplen, parece ser. Y nos fuimos yendo, despacito, sin hacer ruido. Sin molestar. Como si así no doliese el adiós. El puto adiós de quien no quiere llegar a ningún lado que no sea su pecho. Qué mierda.
He perdido mi brújula, y en este cuarto, en la cima del mundo, no encuentro el camino de vuelta. Sus manos expertas han obrado el milagro de nuevo, y he vuelto a morir un poco mientras amanece ante mis ojos. Me siento poderosa, me miento y casi me lo creo, la puta reina del mundo aquí arriba, atrincherada en esta torre de cristal, y de brazos y yemas de dedos y piel y caricias y lenguas y saliva y de nuevo lágrimas y sudor. –Bésame-, oigo que me susurra, –volvamos a hacer que el día sea noche-. Estoy a punto de girarme y caer en la tentación que son sus labios. Creo que ni siquiera sé su nombre. Borro ese pensamiento. Al fin y al cabo, qué importa. El gorrión vuelve. Juro que de nuevo sonríe, esta vez su sonrisa no es alegre. Me estremezco. Siento sus manos que atenazan mi cintura mientras intentan girarme. Una lucha silenciosa, y yo no sé si soy víctima, culpable, acusación, juez, o parte. Ya no me resisto. Me dejo caer sobre su pecho, que arde. El gorrión picotea el cristal. Cierro los ojos. No tengo ni puta idea de qué estoy haciendo aquí. O sí, para qué engañarnos. Huir. Huir lejos. Huir, huir, huir.
Comentarios
Publicar un comentario